Esta historia me la envió un lector anónimo y me pidió que la compartiera con mi amada comunidad, espero que la disfruten y si logran obtener un aprendizaje de ella se que mi lector anónimo se pondrá feliz:
Les voy a contar mi historia, y de cómo superé todos los obstáculos que la vida puso en mi camino y llegué a cumplir mis sueños.
Desde niño amaba correr. En las clases de deportes de la escuela siempre fui el más veloz, y en mi mente solo había una meta: ser campeón de las olimpiadas.
Pero la vida tenía otros planes para mí. En mi primera carrera oficial estuve a punto de llegar en primer lugar; sin embargo, faltando solo diez metros para romper la cinta de meta, tropecé con los cordones de mis zapatos y caí estrepitosamente. Todos me rebasaron y quedé en último lugar, con el corazón hecho pedazos.

Después de un tiempo, volví a competir, y a pesar de que lo di todo en el entrenamiento y en la competencia, a mitad de la carrera, un calambre me hizo retorcerme del dolor y no pude seguir adelante.
La tercera carrera parecía ser la definitiva. Un grupo de seleccionadores estaba observando a los mejores atletas para clasificarlos a los juegos nacionales. Me sentía muy emocionado, era mi oportunidad dorada, pero a los poco minutos de comenzar un dolor agudo en la rodilla me impidió salir a la pista.
Con lágrimas en los ojos, tuve que despedirme de las carreras por varios meses, ya que los médicos encontraron un problema grave en mi rodilla y debía tomarme un largo tiempo para recuperarme, no solo de la lesión, sino también de las heridas en el corazón que me dejó aquel fracaso.
Parecía que el destino se burlaba de mí. Cada vez que intentaba avanzar, algo me hacía caer. «No eres bueno para esto», me decían mis compañeros. Incluso mi familia me sugirió que me dedicara a otra cosa.
Me dolían sus palabras, pero de todas maneras tomé una decisión: no rendirme.

Faltaban dos meses para las competencias nacionales, y para recuperarme necesitaba cuatro, pero esto no me impidió participar, me armé de coraje y valentía y decidí saltar a la pista.
Los entrenamientos fueron un infierno. Caí cien veces por el dolor de mi lesión, pero seguí adelante. Ya no era ni la sombra del corredor veloz que solía ser, pero poco a poco mi cuerpo comenzó a ganar resistencia y a pesar de llevar un terrible dolor a cuestas, logré superar mis propios récords de velocidad.
Cuando llegó el día de la carrera, los seleccionadores se sorprendieron al verme ahí. Intentaron impedir mi participación, pero les supliqué que me dieran una última oportunidad.
Al verme afligido y rogando, me la dieron de muy mala gana, no sin antes advertirme que, si algo salía mal, no se harían responsables. Acepté sin dudarlo y fui rápidamente a tomar mi posición en la línea de partida.

El disparo sonó y corrí como si el pasado no existiera. Mi cuerpo recordaba cada caída, pero mi espíritu me recordaba todas las veces que me levanté.
En los últimos metros, un dolor punzante atravesó mi rodilla como un rayo sobre un árbol, en ese momento sufrí mi caída ciento uno, pero con las pocas fuerzas que me quedaban me levanté y seguí. El dolor aumentaba y mi mente me gritaba que me detuviera, pero mi corazón respondió: “No esta vez”.
Con todo mi coraje, aceleré hasta rebasar a los corredores que estaban delante y, contra todo pronóstico, crucé la meta en primer lugar.
La multitud enmudeció. Nadie podía creerlo.

Pero yo sí.
Porque entendí que para ganar no basta solo con correr. Hay que saber levantarse.
Ahora estoy escribiendo esto desde un avión, con una venda y hielo en la rodilla, pero viajando a competir en mis primeras olimpiadas representando a mi país.
La meta no está solo en llegar a la cima, sino en la fortaleza de no rendirse, incluso cuando parece que todo está en contra.